Trinidad |
Y en cuanto a Trinidad:
Esa mañana tomé un rico desayuno, muy frutero, en la casa de Huéspedes de Cienfuegos. Minutos después, Fernando colocó mi mochila en su bici y me acompañó a la estación de buses. El Viazul a Trinidad partía tarde, a mediodía, así que, en compañía de Laura y Elvira, dos chicas italianas, partí en taxi (10$ por barba) ipso facto.
El taxista detuvo su citroen Saxo en la cuneta de una zona boscosa para que compráramos algo de fruta a una guajira. Se trataba de anón, una fruta tropical parecida a la chirimoya que no me gustó. Los siguientes kilómetros avanzamos hacia el este por la costa y a las 10,30 arribamos a Trinidad. Yo me apeé primero, junto al parque Central (Carrillo).
Comiendo anón |
Guajiros en la carretera |
La casa de huéspedes que me recomendó Fernando estaba completa y un joven empleado me condujo a Casa Balbina, en la cercana calle Maceo (Gutiérrez), que tenía una cama libre a razón de 15$ la noche (me quedaría dos). El desayuno costaba 1,5$ y esa noche cenaría langosta por 10$.
Aitor y Mírem, una joven pareja vasca que se alojaba en la casa, me pidieron que les acompañara en su pequeño coche de alquiler, un Hyundai Atos, al Salto de Caburní, en el Parque Natural Topes de Collantes. Me coloqué el bañador y partimos hacia el lugar. Al poco de entrar en el parque natural recogimos a una chica que hacía la botella (autostop) y en la primera rampa el coche se quedó a medio gas. Aitor determinó devolver el vehículo y de camino a Trinidad nos detuvimos en la desembocadura del río Guaurabo, en un sitio histórico. Un guía nos contó que en el año 1514, el español Diego Velázquez remontó el río para fundar Trinidad.
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Decidí no moverme de Trinidad, la ciudad colonial más hermosa de Cuba. Comencé la visita por el parque Central (plaza Carrillo), que acoge el ayuntamiento, y luego serpenteé por el casco antiguo, exquisitamente conservado, que mantenía la esencia de siglos pasados y destacaba por tener una homogeneidad en los edificios y las calles, que en su mayoría estaban adoquinadas.
Marché hacia la plaza Mayor por la calle Simón Bolívar y antes de llegar me entretuve observando los puestos del Mercado de Artesanía. La plaza Mayor acogía la Casa de la Música, la iglesia de la Santísima Trinidad (catedral) y los principales edificios centenarios del casco antiguo, hoy reconvertidos en museos, como el Palacio Brunet (Museo Romántico), la Casa de Aldemán Ortiz (alberga una galería de arte), la Casa de los Sánchez Iznaga (Museo de Arquitectura Colonial) o el Palacio Cantero (Museo Histórico Municipal).
Recorrí la plaza observando las bonitas fachadas de estos edificios históricos y luego recorrí una manzana para ir a ver otro de los símbolos de la ciudad, la iglesia y convento de San Francisco, construida en 1813, y que hoy acoge el Museo de la Lucha contra los Bandidos. Me asomé también a la plaza Real del Jigüe (Acacia), lugar donde el padre Bartolomé de las Casas celebró en 1514 la primera misa de Trinidad.
A última hora de la tarde, en compañía de Laura y Elvira, las italianas del taxi, tomé una copa en el Canchánchara, una de las cantinas más famosas de Trinidad, emplazada junto a la plazuela del Jigüe, en un edificio del siglo XVIII. Por la noche cené langosta en la casa de huéspedes y a las 22:30, en compañía de las italianas, tomé un mojito en la Casa de la Música, uno de los edificios más emblemáticos de la plaza Mayor.
Había quedado con Laura y Elvira en la plaza Mayor a las nueve. Llegué tarde y no las vi, por lo que di por fracasada mi excursión al Salto del Caburní, en Topes de Collantes. En la parada de taxis, un abuelete me propuso ir al parque El Cubano por 10$, pero yo lo rebajé a 6$. Partí en un viejo Mobile rojo del año 1955, por un camino de tierra que seguía los ríos Guaurabo y Javira.
En quince minutos alcanzamos el aparcamiento, ubicado en el rancho 'El Cubano', un lugar que contaba con servicio de bar, restaurante, tiendas de souvenirs, una zona verde acondicionada para comer al aire libre y, cómo no, la taquilla donde despachaban los billetes para acceder a la cascada de Javira (6,5$ - incluía una pequeña consumición en el bar). |
El sendero "Huellas de la Historia" comenzaba en el rancho El Cubano. El tramo que yo me dispuse a emprender era de 3,6 km (ida) y disponía de cuatro horas para realizarlo (el taxista me recogería a las dos). A mitad de camino, cuando había cruzado el río Javira por varios puentes colgantes, apareció el puesto de control, con guardia incluido. Allí conocí a Irene, una estudiante de medicina sevillana que, junto a dos viajeros (un suizo y un francés), habían contratado los servicios de un guajiro. Me uní a ellos para cubrir el tramo final, hasta el salto de Javira, una cascada de unos siete u ocho metros de altura con una poza lo suficientemente profunda como para realizar espectaculares saltos.
A las dos Pablo José me llevó de vuelta a Trinidad en su vetusto taxi. En la estación de autobuses tomé la guagua amarilla a Playa Ancón, adonde llegué en media hora. Me apeé a la altura del hotel Ancón cuando eran las tres de la tarde, entré en la playa y por fin, tras diez días de viajar en solitario por la isla, localicé a mi amigo Isidoro, que llevaba dos semanas en Cuba en compañía de su colega Miguel Ángel y de sus respectivas novias isleñas.
La península de Ancón se encuentra a unos 10 kilómetros al sur de Trinidad. Fue una de las primeras zonas turísticas destinadas a los extranjeros que se construyeron en toda Cuba y posee playas de arena blanca, como la de Playa Ancón, de más de seis kilómetros de longitud. Pasé la tarde en la playa, charlando y bañándome en las limpias y claritas aguas de la playa. Al ocaso, mis colegas marcharon a Sancti Spiritus en su coche de alquiler y de camino me dejaron en Casa Balbina, en Trinidad.
Playa Ancón |
Playa Ancón. Mis colegas |
Esa mañana, desayuné, aboné mi estancia en la casa y le pedí a Balbina que me guardara la mochila. Partí hacia el cerro de La Vigía atravesando la plaza Mayor. En mi pequeña mochila había introducido una vieja camiseta blanca con la intención de dársela al primero que me la pidiera, como así fue. Tras las primeras rampas alcancé La ermita de Nuestra Señora de la Candelaria de la Popa, construida en el siglo XVIII sobre una colina que dispensaba buenas vistas de Trinidad.
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Vi la pequeña iglesia y luego avancé por un pedregoso y polvoriento sendero, de un kilómetro de longitud, que finalizaba en la loma. Pasé junto al restaurante de la cueva, pero no me entretuve y continué hasta llegar a lo alto del promontorio, conocido como loma La Vigía. A 180 metros de altura divisé la tupida sierra de Escambray, Playa Ancón y Trinidad. El único ruido que turbaba mis oídos era el que producía un generador situado al pie de las antenas.