Castillo de Belgrado |
Un tren nocturno nos condujo desde Podgorica, la capital de Montenegro, hasta la estación central de Belgrado. Pagamos un suplemento de 10€ para dormir en un compartimento de literas, ya que ese tren no tenía vagones con asientos. En mis cuatro interrailes, era la primera vez que nos sucedía algo parecido.
Dejamos las mochilas en la consigna de la estación, desayunamos en una cafetería por pocos euros y, en la oficina de información turística, conseguimos unos mapas de la ciudad, que nos vinieron muy bien para movernos por el centro histórico a pie, al margen de los vetustos tranvías y trolebuses que circulaban por las principales avenidas.
De camino al castillo, hicimos un alto en el parque Tasmajdan, que acoge la iglesia ortodoxa de San Marcos. Y en la calle Takovska, una de las principales vías de Belgrado, pasamos frente a la fachada del Parlamento serbio, que unos años atrás fue el lugar donde se iniciaron las revueltas contra el ex presidente Milosevic.
Pasamos por la parte más antigua de Belgrado, o Stari Grad, y a través de la céntrica avenida Uzun Mirkova, alcanzamos la gran zona verde que precede a la entrada del castillo. Sorteamos la muralla y el foso, yendo a parar a un gran espacio abierto. Se trataba de un museo al aire libre de armas y vehículos de guerra que se habían empleado en la Primera y Segunda Guerras Mundiales: cañones, tanques, acorazados...
El castillo no tenía edificios, se trataba de un recinto de tierra arbolado, donde los lugareños vendían productos artesanales, como mantelería bordada. Desde lo más alto de la muralla pudimos contemplar el río Danubio, que en ese punto recibía las aguas de una afluente.
Salimos del castillo por un carril adoquinado que descendía hasta el cauce del Danubio. Y a mitad de camino, incrustadas en la dura roca, vimos unas curiosas capillas ortodoxas. En el interior de una de ellas, un conjunto de velas compartía el espacio con imágenes de santos. Me llamó la atención las paredes y el techo, ennegrecidos debido al continuo uso del fuego.
El camino adoquinado nos condujo hasta el río Danubio y su afluente. Y para alcanzar la orilla, jalonada de viejas barcazas, tuvimos que cruzar una carretera de doble sentido y una destartalada vía de tren, que parecía estar abandonada.
En la oficina de información turística de la estación de tren, nos señalaron en el mapa los edificos militares que fueron bombardeados por el ejército de la OTAN durante la guerra yugaslava que aconteció a finales de los noventa. "Menuda atracción turística", pensamos los tres mientras nos encaminábamos a la zona.
Y lo que vimos nos dejó impresionados: un par de altos edificios habían sido alcanzados de lleno por los bombardeos que realizaron aviones de la OTAN, y mostraban grandes socavones en las fachadas. No entendíamos como, transcurridos más de cinco años, el gobiero serbio aún no los había derribado o rehabilitado.
Segundo edificio bombardeado |
Segundo edificio bombardeado |
A media tarde, con un par de minutos de antelación sobre el horario previsto, partimos de Belgrado en el tren nocturno que debía conducirnos hasta Bucarest, la capital rumana, vía Timisoara. El tren rodeó la capital serbia, cruzó el gran Danubio por un puente de hierro y enfiló hacia el norte, al encuentro de Rumanía.