Plaza del Cristo. La Habana |
Y en cuanto a esta etapa:
Un bicitaxi me llevó por 2$ desde la calle Colón hasta la estación de guaguas Che Guevara, en Santa Clara. Me disponía a adquirir mi billete Viazul a La Habana (tenía hecha la reserva), pero mi suerte cambió a partir del momento en que Pedro, un joven taxista, me propuso realizar ese largo trayecto en su viejo Ford Custom Line de 1957 por 15$, 3$ menos que la guagua. A las 7,15, en cuanto subió una pasajera cincuentenaria, nos pusimos en marcha.
Dejamos atrás la plaza de la Revolución, presidida por el memorial a Che Guevara, un monumento construido en el año 1988 en conmemoración del 30 aniversario de la batalla que tuvo lugar en Santa Clara, y nos incorporamos a la autopista A-1. El destartalado Custom Line alcanzó los 100 km/h, pero hacia la mitad del trayecto, a la altura de Jagüey Grande, Pedro le dijo a su copiloto que nos habíamos quedado sin frenos. Paramos dos veces en la cuneta, hasta que los chicos solucionaron la avería.
A las 10,30, tras tres horas y cuarto de viaje, ya estábamos circulando por las calles de La Habana. Dejamos a la mujer primero, y media hora más tarde yo me apeé en el mercado de Cuatro Caminos, en Cerro. Dejé la mochila en casa de Víctor, me cité con él a las seis en la parada de taxis de la Maestranza y marché por última vez hacia el casco viejo.
Abordé las plazas del Capitolio y de la Fraternidad. Vi el triste espectáculo de los autobuses "camello", abarratodos de pasajeros, y luego penetré en La Habana Vieja a la altura de la emblemática plaza del Cristo. Cerca de la plaza Vieja, entre las calles Teniente Rey (Brasil) y Muralla, visité una exposición en la Fototeca, y en la plaza de la Catedral, admiré otra muestra de arte en la casa de las hermanas Cárdenas.
Después de almorzar, aguanté un primer chaparrón cuando me dirigía a la plaza de San Francisco y, una vez adquirí mi preciado cuadro de Viñales en el mercado de la Maestranza, me guarecí en un autobús de turistas para evitar la segunda embestida, una tormenta precedida de un fuerte aguacero.
A las seis de la tarde, fiel a mi cita, monté en el taxi de Víctor y pasé por su casa en busca de mis mochilas. Recogimos a su novia Madeleine y partimos hacia el aeropuerto. Aboné 15$ a mi compadre por la carrera y me despedí de ellos con un nudo en la garganta. En el control de pasaportes desenvolsé los 25$ correspondientes a la tasa turística y antes de despegar pasé por la tienda para abastecerme de un buen ron añejo Havana Club de 7 años (me costó 6,60$).
La Cuba de Fidel Castro que yo conocí en 2003 me enseñó muchos valores, me dio una lección de lo que significaba salir adelante en una sociedad carente de recursos, donde la decadencia del sistema comunista era más que evidente y negaba al pueblo un bienestar mínimo. Los cubanos, con sus trapicheos y su buen hacer, lograban salir adelante, llegaban justos a fin de mes pero siempre con una sonrisa en la boca. Tras pasar trece días en la isla averigüé cuáles eran los verdaderos problemas de los cubanos, me di cuenta de que en España nos quejábamos, y nos quejamos, casi siempre de vicio.
A RAUDYS
Habanera residente en Barcelona. Coincidí con ella en el vuelo Madrid-La Habana. En sus grandes mochilas llevaba medicinas, ropa y productos básicos para su gente. En el aeropuerto de La Habana me hice pasar por su compañero para que los guardias no sospecharan y no le hicieran abrir las maletas. Tuvimos suerte.
A NURIS
Cuidadora de la iglesia de San Francisco de Paula, en La Habana Vieja. Charlé con ella cerca de media hora. Me dijo que eran pocos los turistas que se acercaban a esa bonita iglesia. El principal motivo era que estaba algo retirada del centro histórico; de hecho, yo era el primer turista que pisaba el templo en todo el día. Cuando supo que yo era español, me agradeció, más si cabe, mi presencia en la iglesia. Me contó que varios colectivos de empresas españolas habían enviado recientemente un cargamento de bancos, sillas y demás objetos para la iglesia y que gracias a esa ayuda, los habaneros de la zona podían ir a misa. Nuris, que me pareció una mujer muy simpática y jovial, dijo estar al corriente de la prensa rosa española. Le gustaba mucho leer noticias provenientes de España para estar bien informada.
A SOFÍA
Empleada del castillo Tres Reyes del Morro, en La Habana. Me acompañó por varias estancias del castillo, reparó en una mochila que llevaba con publicidad del centro comercial Llobregat, en Cornellá, y me dijo que tenía una hermana viviendo en Sant Boi, población vecina. Quiso saber cómo era la vida en España, si se vivía tan bien como decían. "No a todo el mundo le va bien", le respondí.
A GENOVEVA Y SARITA
Madre e hija, propietarias de Casa Irure, en Viñales. Por preparar una cena exquisita, pescado al horno con patatas; por invitarme a cenar el día que me robaron dinero en Cayo Jutías (no acepté); por la tertulia que mantuvimos en el porche de la casa, al anochecer, mientras observábamos a varios chiquillos jugar a canicas en la calle; por el trato recibido, me hizo sentir como si estuviera en mi propia casa.
A MIKY Y SU FAMILIA
Guajiros pobres, residentes en un bohío en las afueras de Viñales. Estaba sediento, no llevaba agua y ellos me la proporcionaron. Charlé con madre e hija en presencia de Miky, un niño rubito de dos años de edad, de grandes ojos azules y sonrisa contagiosa. Vivían con lo puesto, sin excesos, pero eran felices. Al día siguiente, de camino a Cayo Jutías, les dejé una camiseta.
A SANTIAGO
Granjero de un bohío próximo al embalse El Salto, en Viñales. Yo realizaba un largo trekking por la zona. Pedí agua y me la dio. Minutos más tarde, me recogió en la carretera y me llevó, sin cobrarme nada, hasta Pinar del Río.
A FERNANDO
Propietario de la Casa de huéspedes de Cienfuegos donde me alojé. Por la charla que mantuvimos en su balcón mientras tomábamos unos zumos de guayaba recién exprimidos, en presencia de su mujer y sus dos hijas (la menor, de cinco años, saltó de alegría cuando le regalé un estuche de rotuladores); por acomodar mi mochila en su bici y acompañarme a la estación de autobuses y, en general, por su amabilidad y buen trato.
A BALBINA Y RICARDO
Propietarios de la Casa de huéspedes de Trinidad. Por la deliciosa cena que preparó Balbina la primera noche: una langosta tan grande que no me la pude acabar; por la tertulia que organizaban todas las noche Ricardo y su hijo Pablo en el patio, en torno a una mesa redonda donde no faltaba una buena botella de ron; por el buen trato recibido y por haber tenido la suerte de alojarme en una casa con un elegante patio, florido y exquisitamente adornado.
A MÍREM Y AITOR
Huéspedes vascos alojados en Casa Balbina, en Trinidad. Acababa de instalarme en la casa y, sin conocerme de nada, me invitaron a que les acompañara al salto del Carbuní, en el parque Topes de Collantes. El coche no respondió y me dejaron de vuelta en Trinidad. Ellos también participaron activamente en las tertulias vespertinas que organizaba Ricardo en el patio de su casa.
A LAURA Y ELVIRA
Dos chicas italianas con las que compartí gastos y copas. Viajé con ellas en taxi, desde Cienfuegos hasta Trinidad; tomé unas copas en el Canchánchara, una de las cantinas más famosas de Trinidad, y también en la Casa de la Música, uno de los edificios más emblemáticos de la trinitaria plaza Mayor. No pude ir con ellas al salto del Carburní, que en este viaje se me atragantó por dos veces.
A PABLO JOSÉ
Taxista sexagenario de Trinidad. Llegué tarde a mi cita con Laura y Elvira para ir al salto del Caburní. Tiré la toalla y él me propuso ir al salto de Javira, en el parque El Cubano. Me llevó por 6$ hasta el origen de la senda y me recogió cuatro horas más tarde. Gracias a él, pasé una mañana de vicio.
A ISIDORO Y MIGUEL ÁNGEL
Dos amigos de Barcelona accidentados. Ellos y sus novias cubanas tuvieron un accidente con su coche de alquiler mientras yo estaba en Viñales; un camión les arroyó en una curva. Este incidente condicionó en parte mi viaje. Pasaron unos días en el hospital y luego tuvieron que resolver asuntos burocráticos. Quedé con ellos en Trinidad y me dijeron que querían adelantar el vuelo a España prescindiendo de la semana que aún les quedaba. Logré arañar una segunda tarde a mi ajetreado viaje; cené con ellos en un paladar de Sancti Spiritus antes de proseguir hacia Santa Clara.
A IRENE
Sevillana, estudiante de medicina. Coincidí con ella de camino al salto de Javira. Se había roto un dedo una semana antes, en Viñales, pero ello no le impidió realizar interesantes actividades (como llegar a lomos de caballo al parque natural de Collantes). Quedé con ella en Santa Clara y, abaratando costes, fuimos en moto hasta Cayo Santa María. Compartí con ella una maravillosa cena en Santa Clara, en la casa donde se alojaba.
A YOEL
Treintañero, taxista eventual en Santa Clara. Yoel trabajaba de lunes a viernes en los congresos y para ganar un sobresueldo ejercía de taxista los fines de semana. Era un tipo grandote, simpático y locuaz. Nos llevó a Irene y a mí hasta Caibarién en su viejo Lada azul y de regreso a Santa Clara nos enseñó Remedios, una de las villas más antiguas de Cuba.
A KIRK
Propietario de una casa de huéspedes en Santa Clara. Kirk y su mujer regentaban una casa de huéspedes en la calle Colón. Eran amigos de Irene, que se alojaba en su casa. Esa noche nos invitaron a cenar, y la sevillana y yo correspondimos regalándoles una botella de ron. Fue una noche maravillosa, en el patio, con tertulia incluida y, por supuesto, sin televisión de por medio.
A PEDRO
Conductor de Santa Clara. Él y su copiloto me acercaron a La Habana en un precario Ford Custom Line de 1957. El "almendrón" se quedó sin frenos en la autopista A-1 y tuvimos que parar dos veces. Abrieron el capó, se llenaron de grasa hasta los codos y en media hora, con mucho tesón y aplomo, consiguieron reparar la avería. En La Habana, me dejaron donde yo les indiqué.
A VÍCTOR
Taxista de La Habana. Por alojarme en su casa sin tener el permiso oportuno, permitiendo que yo durmiera en la cama mientras él y su novia Madeleine descansaban en el suelo, sobre los cojines del sofá; por acercarme en su taxi a lugares emblemáticos de La Habana; por custodiar parte de mi equipaje en su casa mientras yo recorría la isla; por hacerme ver la realidad cubana, la que le obligaba a trapichear, al margen de la ley, en la tienda estatal donde trabajaba Madeleine, arriesgándose a ser encarcelado.
Por todo ello, desde esta humilde página, quiero mandar un fuerte abrazo a Víctor, o "la Máscara", como lo conocían sus compadres, un hombre maravilloso que un buen día perdió todo cuanto tenía y que, como muchos otros compatriotas suyos, tuvo que abandonar forzosamente su país para tratar de rehacer su vida en otra parte. Suerte amigo.
AL PUEBLO CUBANO
Acogedor, luchador y hospitalario, que con tesón y mucha fuerza de voluntad trata de salir adelante con los pocos medios de que dispone. Cuando yo hice este viaje, nueve de cada diez cubanos realizaban alguna actividad en el mercado negro para llegar a final de mes. El Régimen y la mayoría de los isleños vivían al margen del planeta, como uno de los últimos ejemplos de régimen comunista. Los turistas teníamos libertad para movernos libremente y disfrutábamos de ciertos privilegios; por ejemplo, nosotros estábamos exentos de hacer cola frente a los mostradores. Como pude comprobar, la cartilla de racionamiento y los bajos sueldos no alcanzaban para comprar productos básicos. Hombres y mujeres se apostaban en las puertas de los supermercados para pedir una diminuta pastilla de jabón o para pedirme una sencilla camiseta.
La cartilla de racionamiento se instituyó para garantizar una alimentación mínima, al margen del salario y de la ley del mercado. Por un dólar ofrecía unos kilos de arroz y de azúcar, medio kilo de frijoles, un litro de aceite, una pastilla de jabón, pasta de dientes, algo de café, seis huevos cada quince días y un litro gratuito de leche por cada niño menor de siete años. La relación entre precio y supuestos productos no era mala, pero la mitad de las veces aquellos no existían.
Ya hace años que Fidel nos dejó, la sociedad cubana exige cambios, quiere subirse al tren de la modernidad. En cuanto pueda regresaré a la isla para comprobar de motus propio si ha habido algún progreso.