En el hostel nos habían dicho que se podía navegar de forma gratuita entre Manhattan y Staten Island en el ferry que surca las aguas de la bahía Alta de Nueva York. Y eso fue lo que hicimos esa fría mañana. Partimos hacia Staten Island en el interior de una gran barcaza que iba repleta de pasajeros.
Este servicio en ferry está exento de pago —los costes corren a cargo del Ayuntamiento de Nueva York—, y para nosotros era la forma más interesante y económica de poder ver a corta distancia la estatua de la Libertad.
Otra ventaja que ofrece este transbordador es poder contemplar el famoso skyline neoyorquino de forma gratuita. Las excursiones en barco por la bahía o dar una vuelta en helicóptero alrededor de Manhattan salían por un ojo de la cara.
El barco era bastante viejo, tenía un pasillo exterior situado al aire libre y una zona interior repleta de asientos y ventanas. En el exterior no se podía estar de tanto frío que hacía, aunque el esfuerzo mereció la pena. Contemplar el skyline de Manhattan, con las Torres Gemelas en primer término, fue espectacular.
Permanecimos un buen rato a la intemperie, con la vista perdida en el sur de Manhattan. Las aguas de la bahía estaban mansas y el barco apenas se balanceaba, cosa que agradecí en gran medida. El intenso frío era lo que más costaba de llevar.
En el sureste de Manhattan, muy cerca del puente de Brooklyn, se encuentra el barrio de South Street Seaport, el antiguo puerto de Nueva York. El muelle 17 (pier 17) acoge el Museo de Barcos, conocido por estos lares como South Street Seaport Museum.
Unas tablas de madera cubrían toda la dársena, desde la calle hasta el East River, en cuya orilla se encontraba atracado un velero del siglo XVIII, navío que hacía de reclamo para el Seaport Museum.
Un centro comercial ocupaba una parte del muelle. Antes de acceder a su interior estuvimos unos minutos postrados junto a la barandilla que daba al East River. Desde ese punto teníamos unas impagables vistas de los puentes de Brooklyn y Manhattan.
A continuación nos adentramos en el corazón del Distrito Financiero. En una de las calles desfilamos ante la sobria fachada de la Reserva Nacional, un enorme edificio de hormigón que ocupaba toda una manzana.
El Museo de Historia Natural de Nueva York iba a ser nuestro próximo objetivo para esa tarde. La entrada principal se encuentra junto al Central Park, a la altura de la calle 79, en el Upper West Side (parada de metro de la calle 81, líneas azules B y C).
En la taquilla nos dijeron que en poco menos de una hora el museo cerraría puertas y que apenas tendríamos tiempo de verlo. Por haber llegado con el tiempo tan justo, la entrada nos salió gratis, aunque el empleado nos pidió que dejáramos la voluntad en una urna. La Sala de la Prehistoria, con esqueletos reales de dinosaurios, acaparó nuestra atención.
Era noche cerrada cuando nos encaminamos desde el museo de Hisotoria Natural hasta Times Square, en el corazón del Distrito de los Teatros. Paseamos por la plaza más emblemática de Nueva York, con sus pantallas gigantes adornando las fachadas de los edificios.
Times Square estaba igual de animada que cuando la vimos la primera noche. Permanecimos un buen rato en mitad de la plaza, embobados y embelesados observando pantallas gigantes, luces de neón y mogollón de rascacielos, algunos tan altos que en la oscuridad de la noche no veíamos ni el final. La plaza parecía estar construida a semejanza del Piccadilli Circus de Londres.
En los alrededores de Times Square vimos muchas salas de espectáculos, teatros y salas de cine. Y a la altura de la calle 50 pasamos junto al Radio City Music Hall, la gran sala de espectáculos inaugurada en la década de 1930, con su fachada iluminada con luces de neón rojas y blancas.