Museo del Louvre |
Llegué a la parisina estación del Norte (gare du Nord) a las 6:30 de la mañana. Me informé sobre cómo llegar a Barcelona en el tren nocturno, desayuné y, como era muy pronto, decidí caminar hacia el centro de la ciudad por el bulevar de Strasburgo. A mano derecha pude avistar la catedral de San Eustaquio, construida entre 1532 y 1632 en el barrio de Les Halles.
Me presenté en el centro de París bajo un cielo plomizo, crucé un brazo del Sena y me situé ante la fachada principal de la catedral de Notre Dame, el edificio religioso más importante de París. Era muy pronto, y vi el templo como nunca antes lo había visto: sin turistas.
Vista la catedral, me aventuré por la rue de Rivoli hasta el Museo del Louvre, el principal objetivo de mi cuarta visita a París. No me iría de la Ciudad de la Luz sin recorrer antes las salas del principal museo de Francia.
Compré la entrada al museo pasadas las diez de la mañana, dejé la mochila en la consigna y me sumergí de lleno en las salas del museo. En las cuatro horas que estuve dentro no quise perderme dos de las joyas de la corona: la Gioconda de Leonardo da Vinci (la famosa Mona Lisa), y la Venus de Milo.
Pasé toda la mañana en el museo, recorriendo sus plantas, desde el sótano para ver los restos de la primitiva fortificación, hasta las salas dedicadas a Egipto, Grecia, Roma..., o a pintores de todas las épocas.
Entre el Museo del Louvre y la plaza de la Concordia (inicio de los Campos Elíseos) se encuentra el Jardín de Las Tullerías, un parque público creado por Catalina de Medicis a partir de 1564.
El jardín es ideal para descansar tras la visita al Louvre y el posterior almuerzo bocadillero (como fue mi caso) en alguno de los puestos de comida rápida que abundan por las calles anexas.
Tenía toda la tarde por delante antes de partir hacia Barcelona en el tren nocturno. No quise desaprovechar la ocasión que me brindó el Interrail, y decidí realizar una larga pateada antes de llegar a la estación de Austerlitz. Caminé por los Campos Elíseos hasta el Arco de Triunfo, y luego me dirigí a la plaza del Trocadero para disfrutar de una de las vistas panorámicas más evocadoras de la Torre Eiffel.
Era la cuarta vez en mi vida que contemplaba ese ordenado amasijo de hierros. Lo vi cuando celebró su centenario (en 1989); también en 1991, cuando subí hasta el mirador de la última planta, y en 1995, cuando Miguel Indurain ganó su quinto Tour. Y allí estaba yo de nuevo, caminando bajo la torre más alta de Francia para mi goce y deleite.
Me aventuré por el Campo de Marte y por amplias avenidas situadas al sur de la Torre Eiffel, en busca del cementerio de Montparnasse. Quería ver tumbas de célebres personajes franceses, como la de Julio Verne, pero llegué tarde. El cementerio había echado el cierre al público.
El epílogo del Interrail, y de mi visita a París, llegó. Caminé por el bulevar de Saint Michel, pasé por los jardines de Luxemburgo y atravesé el barrio Latino antes de alcanzar la estación de Austerlitz, que por esas fechas estaba en obras. A las diez de la noche partí hacia Barcelona, poniendo punto final a un mes de Interrail por media Europa.